lunes, 10 de febrero de 2014

SILENCIO DE BLANCA

Los dedos deberían acariciar con suavidad, apenas el roce de los extremos, como de puntillas, sin brusquedades, las muñecas flexibles, las palmas ahuecadas: transformar entonces esa caricia, imperceptiblemente, en cuatro breves toques; al repetir, con ligereza, jugar sobre el mismo punto, cosquilleando casi, hasta terminar en el remanso de blanca.”

Este es el inicio del viaje musical e íntimo que José Carlos Somoza nos propone en Silencio de Blanca. Mezcla de repertorio de Chopin, anotaciones para el pianista nobel y rituales en los que el deseo y la disciplina se entremezclan de forma magistral, Silencio de Blanca nos cuenta la particular forma de ver el deseo y el erotismo por parte de Héctor, un pianista y profesor de piano que vive obsesionado por su relación con Blanca, una joven enigmática y misteriosa con la que practica unos rituales fijos pero con la que nunca habla.

El silencio de Blanca (nótese el juego lingüístico con el nombre de la joven y la figura musical) se torna, pues, la base y la magia de esa peculiar relación, en la que Héctor manda y Blanca se deja hacer, dócil y sumisa. Héctor ve el erotismo como un arte sometido a la disciplina, como algo efímero que solo puede disfrutarse porque se pierde. Y que requiere silencio, las palabras romperían la magia, despojarían al ritual de todo encanto.