“Los dedos deberían
acariciar con suavidad, apenas el roce de los extremos, como de puntillas, sin
brusquedades, las muñecas flexibles, las palmas ahuecadas: transformar entonces
esa caricia, imperceptiblemente, en cuatro breves toques; al repetir, con
ligereza, jugar sobre el mismo punto, cosquilleando casi, hasta terminar en el
remanso de blanca.”
Este es el inicio del viaje musical e íntimo que
José Carlos Somoza nos propone en Silencio
de Blanca. Mezcla de repertorio de Chopin, anotaciones para el pianista
nobel y rituales en los que el deseo y la disciplina se entremezclan de forma
magistral, Silencio de Blanca nos
cuenta la particular forma de ver el deseo y el erotismo por parte de Héctor,
un pianista y profesor de piano que vive obsesionado por su relación con
Blanca, una joven enigmática y misteriosa con la que practica unos rituales
fijos pero con la que nunca habla.
El silencio de Blanca (nótese el juego lingüístico
con el nombre de la joven y la figura musical) se torna, pues, la base y la
magia de esa peculiar relación, en la que Héctor manda y Blanca se deja hacer,
dócil y sumisa. Héctor ve el erotismo como un arte sometido a la disciplina,
como algo efímero que solo puede disfrutarse porque se pierde. Y que requiere
silencio, las palabras romperían la magia, despojarían al ritual de todo
encanto.