domingo, 22 de mayo de 2016

CITA A CIEGAS

Aquel silencio siempre le había gustado a Alba. Esas horas desiertas en las que nadie transita las calles y una mujer puede sentirse dueña del mundo o presa fácil. Depende del carácter de la mujer en cuestión, claro.

Baja la calle ancha que lleva a la plaza de la Libertad, popularmente conocida como la plaza del ataúd por tener esa forma, pasa por delante del mercado, gira en la siguiente esquina para enfilar la avenida hacia el paseo marítimo y justo en ese momento se encuentra de frente con su destino.

—Te estaba esperando —le espeta el hombre con un gesto tranquilo. Aparenta unos 40 años. Lleva traje y sombrero, al estilo de los ladrones de guante blanco guapísimos de las películas.
—Así que por fin nos conocemos… — Alba sabía que esa noche era LA noche. Llevaba demasiado tiempo esquivándole— Supongo que tendremos tiempo de charlar un poco.
—Todo el tiempo que necesites. No hay prisa. Ya no.

Ella y el misterioso hombre se encaminan hacia la playa. Desechan andar por el paseo marítimo y bajan directamente a la arena. Alba se descalza para sentir la arena fría bajo sus pies, le recuerda su niñez y la barca de pescador de su abuelo.



—¿Estás satisfecha con tu vida? —el hombre la aborda de forma directa.  
—Te mentiría si te respondiera con un sí rotundo. Creo que tengo luces y sombras, supongo que como todo hijo de vecino —responde con una sonrisa medio forzada.
—Has tenido un par de segundas oportunidades. Algo bueno habrás hecho con ellas, digo yo… Además, mi jefe no te las habría dado si no hubiese visto algo positivo en ti y en tu modo de hacer las cosas.
—Siempre las he hecho a mi aire. Necesitaba libertad, me asfixiaban las imposiciones y las normas sociales. “Una señorita no debe hacer esto y lo otro” —dice poniendo voz de institutriz estricta— Atarme habría sido como matarme.
—¿Y tus hijos? —acaba de atacar donde sabe que duele. Para eso está ahí.
—También fueron siempre libres, aunque jamás lo entendiese nadie —intenta defenderse.
—La libertad mal entendida puede ser tan asfixiante como la sumisión. Esa libertad fue la que llevó a tu hijo Manuel a la soledad. Eligió ir de cama en cama, pero no quedarse en ninguna. Y ahora está solo y se arrepiente cada día de esa libertad —cada palabra que dice es un dardo para Alba y él es consciente de ello. Sin embargo, no puede permitirse ser indulgente.
—Pero fue su decisión. El libre albedrío, ¿recuerdas? —replica con sorna—, se supone que de eso sabes más que yo.
—Yo no soy tu enemigo —y dulcifica su tono para relajar la tensión entre ellos—. Solo quiero hacerte ver que tal vez la libertad que primó en tu vida fue también un error.
—Puede que me equivocase, es cierto. Pero jamás lo hice con maldad — Alba se defiende.
—En eso tienes toda la razón. Vamos, acompáñame un rato más. Quiero que veas algo —la sonrisa enigmática del caballero aguijonea su curiosidad.

Siguen caminando por la arena hasta llegar al faro de la playa. Alba lo conoce de sobra, ha vivido toda su vida en la misma ciudad costera. Y ese faro le encantaba también a su abuelo, aún recuerda las tardes juntos, hablando con el farero y aprendiendo miles de cosas interesantes sobre navegación. Y otras miles historias de marineros.

—Entra conmigo —le indica el hombre del sombrero abriendo la puerta de acceso al faro.

Alba no lo duda un segundo. Sabe que hace tiempo que el farero ya no está allí, ahora las luces se controlan a distancia mediante no sé qué tecnología moderna. Al entrar allí una luz cegadora le impide reconocer nada. Tras unos segundos, la luz disminuye y lo que ve no es el faro. Su cara de desconcierto es tan evidente que el hombre le aclara con presteza:

—Estamos en casa de tu hija. Esa de la que hace años que no sabes nada. No nos ve, solo somos espectadores.

"Bebé y madre", Vicente Romero Redondo
Alba es incapaz de articular palabra. No puede creer que la joven de 30 y pocos años que ve ante sus ojos, con un bebé en brazos sea su pequeña Míriam. Tuvo que dejarla al cuidado de sus padres cuando nació. Más bien prefirió hacerlo, evitando las responsabilidades en pro de su sobrevalorada libertad. Cuando tenía diez años quiso ser la madre que nunca había sido. Míriam le dijo que podía visitarla cuando quisiera, pero que no quería vivir con ella. Sus abuelos lo eran todo en su vida. Desde ese momento las visitas se sucedieron, primero con cierta frecuencia, y esporádicas más tarde. La frialdad en los encuentros era demasiado grande y ella no lo soportaba. De modo que un día simplemente dejó que su hija eligiese libremente si quería verla o no. De nuevo, la libertad. Y su hija eligió no verla.

Por eso ahora le sorprende tanto la escena que tiene ante sus ojos. Su hija amamanta a una bebita, de apenas un par de meses, preciosos ojos negros y carita redonda. La acuna a la vez con mimo, sin duda es su hija. “Es tu nieta”, el hombre remarca lo evidente, pues no está seguro de que entienda lo que está viendo. Alba se ha emocionado. Tanto, que rompe a llorar. Acaba de darse cuenta de que su libertad no valía tanto como la sonrisa de la pequeña que tiene delante. Tamaño descubrimiento la estrangula, necesita salir de allí.

—Vámonos, no puedo respirar —pide con un hilo de voz al caballero.

Él no se mueve, solo sonríe y señala a ambas con la cabeza.

—¡Qué hambre tenía mi Alba! Ahora a dormir, mi niña — susurra Míriam con ternura a su pequeña.

Alba no puede evitar sentir una felicidad plena. Un segundo después está de nuevo en la playa.

—Ahora sí estoy preparada.

Y se abandona mar adentro en brazos de la muerte vestida de traje mientras el amanecer  les envuelve. El mejor de su vida. 

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3 comentarios:

  1. Qué congoja, Sandra. Pero es genial ese factor sorpresa que es la esencia del relato breve. Bravo, como siempre.

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    1. ¡Muchas gracias, Olivia! El #amanecer ha resultado ser muy inspiprador.

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  2. Qué congoja, Sandra. Pero es genial ese factor sorpresa que es la esencia del relato breve. Bravo, como siempre.

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