Las noches de perseidas siempre me han gustado, pero
sé que ésta, además, es especial. El
inesperado descenso de los termómetros hasta temperaturas primaverales, la suave brisa marina y el vaivén de estrellas
en el cielo indican que algo maravilloso se avecina. Decía mi abuela materna
que en noches como ésta las fronteras entre el mundo de los vivos y los muertos
se diluyen y todos podemos cruzar al otro lado.
Tal vez por eso he bajado a la playa a dar un paseo.
Está desierta, son las 3h de la madrugada de un jueves; pero me gusta ver el
espectáculo de las estrellas cada año. Me acerco a la orilla y empiezo a andar
sintiendo el chocar de las olas con mis pies. “La arena fresca bajo los pies
desnudos es una de las mejores sensaciones del mundo”, pienso ensimismada.
“A mí también me gustó esa sensación siempre”.
La voz masculina, cálida y con acento andaluz me
sobresalta. Un hombre camina a mi lado. Me ha asustado, pero me transmite buenas
vibraciones y el susto inicial se evapora rápidamente. La tenue luz de luna no
me muestra bien su rostro, pero lo intuyo familiar.
—No te asustes, chiquilla. Sólo soy un poeta —su voz
suena afable y sincera.
—Disculpe, creí que estaba sola. ¿Cómo se llama?
—intento verle mejor la cara pero la luna sigue sin colaborar.
—Ni se te ocurra seguir hablándome de usted. Por muy
viejo que me creas, no lo soy tanto. No he cumplido aún los 40… Me llamo Fede
—intuyo su sonrisa divertida.
—Encantada. Yo soy Margarita —cambio de nombre por
si acaso. Parece un buen hombre, pero nunca se sabe.
—No me mientas, chiquilla. Te llamas Alejandra. Es
un nombre demasiado bonito para esconderlo…
—¿Cómo sabe usted…?
—¡Nada de usted! —me interrumpe con algarabía— Yo sé
muchas cosas. Siempre las supe, igual que tú… —ahora sí, la luna me permite ver
a medias su rostro. Veo su sonrisa enigmática y a la vez orgullosa. Parece que
le encanta este juego de despistarme.
—No acabo de entender… —estoy confusa. Se parece al
poeta, sí. Pero es imposible. ¿O tal vez no?