Aquel silencio siempre le había gustado a Alba. Esas
horas desiertas en las que nadie transita las calles y una mujer puede sentirse
dueña del mundo o presa fácil. Depende del carácter de la mujer en cuestión,
claro.
Baja la calle ancha que lleva a la plaza de la
Libertad, popularmente conocida como la plaza del ataúd por tener esa forma, pasa
por delante del mercado, gira en la siguiente esquina para enfilar la avenida
hacia el paseo marítimo y justo en ese momento se encuentra de frente con su
destino.
—Te estaba esperando —le espeta el hombre con un
gesto tranquilo. Aparenta unos 40 años. Lleva traje y sombrero, al estilo de
los ladrones de guante blanco guapísimos de las películas.
—Así que por fin nos conocemos… — Alba sabía que esa
noche era LA noche. Llevaba demasiado tiempo esquivándole— Supongo que
tendremos tiempo de charlar un poco.
—Todo el tiempo que necesites. No hay prisa. Ya no.
Ella y el misterioso hombre se encaminan hacia la
playa. Desechan andar por el paseo marítimo y bajan directamente a la arena. Alba
se descalza para sentir la arena fría bajo sus pies, le recuerda su niñez y la
barca de pescador de su abuelo.