Y quisiera tirar del cable anclado en la pared.
Y quisiera soltar de esa correa está marcando tu piel.
Y quisiera poder gritar que ya soy libre.
Pero duele soltar y el dolor me persigue…
Y quisiera soltar de esa correa está marcando tu piel.
Y quisiera poder gritar que ya soy libre.
Pero duele soltar y el dolor me persigue…
Y quisiera, E.B.S.
El pitido ha cesado. Y ahora nada, ya no queda nada.
Vacío. El silencio de la muerte resulta reconfortante, y aunque sepa que el
final ha llegado y que dejo atrás algunas personas a las que quiero y que
posiblemente tendrán que modificar su vida por mi ausencia, no puedo evitar
sentir alivio.
La lucha ha sido breve pero intensa y también, para qué
negarlo, infructuosa, pues al final la Parca cortó mi hilo y todo se ha
desvanecido. Y aquí estoy, flotando en la nada, sintiendo la paz y el sosiego
que tanto necesitaba.
Mi vida fue plena a veces, no me puedo quejar. Cometí
errores, intenté subsanarlos y en ocasiones lo logré. Solo en ocasiones… porque
hubo cosas que nunca pude arreglar ni perdonarme a mí mismo, como el anteponer
mi vida sentimental de viudo joven y alocado a la felicidad de mis hijos.
Ahora es cuando logro entender por qué Susana se fue
a vivir a Cantabria y nunca más quiso saber de mí. Creció viendo a su padre ir
de flor en flor, a cada cual más venenosa, y descuidar sus obligaciones como
padre, dejándoles más desamparados a ella y a su hermano Jaime de lo que ya
estaban sin su dulce madre. No la culpo por odiarme.
Jaime siempre fue más benévolo conmigo. Supongo que,
en parte, porque todo aquello le pilló muy pequeño, cuando aun se tiene a los
padres idealizados. O tal vez por aquello tan tópico de la camaradería masculina,
quién sabe. Es el único que está ahora a mi lado, en esta fría y aséptica habitación
de hospital. La última flor venenosa de mi vida salió corriendo en cuanto el
médico mencionó la palabra “incurable”.
El amor hacia Susana y Jaime siempre fue real,
simplemente no supe demostrarlo. Qué diferente habría sido todo si Luz, mi Luz,
la que guiaba mi vida, no hubiese cogido el coche aquel día… Desde entonces
todo fue una huída hacia adelante, en un cobarde intento de no sentir su vacío.
Y sin quererlo, despojé a mis hijos del padre que tanto necesitaban. Ahora me
doy cuenta… me cegaron el dolor y el egoísmo. Ellos ya nunca lo sabrán, pero
cada una de mis noches con esas flores venenosas solo me dejaban claro lo
única, especial e insustituible que era su madre. Nunca hubo nadie más, no como
ella.
"Mi Luz, la que guiaba mi vida..." |
El día en que nos dejó, un asfixiante sábado de
agosto, salió de casa temprano. Iba con un vaporoso vestido azul, que le daba
un aire etéreo que ahora se me antoja mal presagio de su precipitado final. Con
su pelo moreno y rizado suelto, alborotado; la piel tostada por el sol, que
resaltaba el verde de sus ojos; unas sandalias plateadas y, como único
maquillaje, su dulce sonrisa y sus ojos llenos de felicidad. “Cogeré hoy el
coche, cielo. Con este calor el metro se me hace insoportable. Susana tiene
clase de saxo a las 11h con el profe particular, acuérdate. Volveré a tiempo
para ir a comer al restaurante que tanto te gusta.” Me besó en los labios
desprendiendo ilusión y, dejándome adormilado, se fue sin darme tiempo de
preguntar a dónde iba. Salió de la habitación diciendo “Te quiero”. Aquel fue
el último beso, el último te quiero. Nunca
más pude escuchar su voz…
Un camión se saltó un semáforo y rompió la nuca de
mi mujer y nuestras vidas para siempre. Los frenos de nuestro coche no
respondieron, fallo técnico según el perito del seguro. Sin despedidas, sin
previo aviso. Nunca pude con aquella sensación de impotencia y de incredulidad.
Hasta el último segundo de mi vida he esperado verla aparecer de nuevo por la
puerta, con su pelo moreno suelto, su vestido azul y su sonrisa dulce, diciendo
“Ya estoy aquí. ¿He tardado mucho?”. Creo que cuando me vaya de aquí iré a
buscarla, no puede andar lejos. Y quizás ella también me esté esperando o
buscando. Pero eso será después, ahora aun no me veo capaz de dejar solo a mi
hijo con mi cadáver.
"Esperaba una pantalla fundida en negro..." |
Esto no es lo que esperaba, sinceramente. Pensé que
mi corazón dejaría de latir y todo acabaría. Me siento confuso… conservar
consciencia y memoria, y caer en una especie de repaso de culpas,
remordimientos y alegrías no era algo que entrase en mis planes. Esperaba una
pantalla fundida en negro… y silencio. Sin más.
Sin embargo, necesito poner todo en orden, saber qué
me llevo en mis maletas y qué dejo. Me llevo el amor de una mujer especial
como pocas, capaz de hacerme temblar de felicidad con una sola sonrisa. Me llevo
dos hijos maravillosos, que merecían un padre mejor, pero que aun así me
quisieron (al menos, durante una parte de su vida). Me llevo satisfacciones
laborales, pues soy… bueno, FUI un arquitecto de prestigio hasta que esta
enfermedad me obligó a retirarme a los 55 años, hace solo seis meses. Y me
llevo también el afecto de unos pocos pero buenos amigos, que siempre
estuvieron a mi lado e intentaron aconsejarme… aunque no sirviera de mucho. Me llevo
también mis errores y sus consecuencias, pues por mucho que me duelan son parte
de mí, de lo que he sido. Y eso no se puede cambiar ya.
Cuando el médico nos dijo que aquello no tenía solución,
con una cara seria y triste pero profesional, tuve reacciones contrarias. Por una
parte, el apego a la vida, el miedo a la muerte. Por otra, el alivio de saber
que la huída hacia adelante iba a terminar, que el fin estaba próximo y que de
una vez por todas lograría recuperar el sosiego. La muerte sería mi remanso de
paz. Sin embargo, tuve que luchar por Jaime, no podía dejar que viese a su
padre tirar de nuevo la toalla. Fue duro y sabía de antemano que sería inútil,
pero tenía que hacerlo por él. Lo que más siento es haberle obligado a pasar
por esto sin su hermana, pero me negaba a que mi hija se reconciliase conmigo
por pena, o peor aun, que se hubiese negado a venir a verme. Sé que tiene razón
en todos sus reproches, pero ese rechazo a las puertas de la muerte habría sido
demoledor.
El final ha sido rápido. Ayer noté que me costaba
respirar, sentía los pulmones pegajosos y pesados, y supe que la
muerte estaba afilando su guadaña. Cuando Jaime entró esta mañana con dos
enfermeras y me dijo que me iban a medicar, que era para bien, que no tuviera
miedo porque él estaba conmigo y que me
quería mucho, tuve claro que aquella medicina era el fin de la agonía y el
principio del descanso. Lo supe porque fue el mismo discurso que hace unos años
le recité yo a mi madre, a punto de expirar. La diferencia es que ella era casi
incapaz de reconocerme, yo no. Y no he podido hacer otra cosa que abrazar a mi
hijo con fuerza, decirle que le quería y pedirle que le dijese a su hermana que
siempre la quise. Un par de horas después: el vacío, el silencio… el descanso.
Y ahora todo esto… los recuerdos, las reflexiones, “arrepentirse
de los pecados” que dirían los cristianos. No sé cuánto tiempo ha pasado, la noción
de tiempo es ahora muy difusa. Solo sé que sigo en la habitación, con mi hijo
apenado, mirándome como si con ello fuese a devolverme la vida. No hay médicos
ni enfermeras, solo nosotros y el silencio. Jaime no llora, solo me mira inmóvil
mientras los recuerdos asolan su mente. Y me llegan como imágenes de cine… los
buenos recuerdos de su infancia llegan hasta la muerte de su madre, de ahí pasa
a una época convulsa y turbulenta, de flores venenosas y discusiones con
Susana. La primera vez que me presentó una chica, el coche azul que le
regalamos un año por navidad… Y por fin, el apoyo y el amor durante mi
enfermedad.
Me llegan ahora las imágenes de aquel día en la
playa… Luz con un bañador naranja sobre su piel tostada por el sol, con el pelo
recogido en una coleta alta, sentada en la arena con Jaime y Susana, haciendo
castillitos de arena, sonriente… mientras yo les observo embelesado debajo de
la sombrilla. Jaime lo está recordando ahora como un momento perfecto. Me sorprende
que pueda recordarlo con tanta nitidez, las imágenes me envuelven como si de
nuevo estuviera viviendo el momento, casi puedo sentir la brisa salada en la
cara. ¿Es el recuerdo de Jaime o el mío propio?
Su teléfono suena de repente, evaporando la playa a
nuestro alrededor. “Sí… Estamos en la 402, sube a la 4ª planta y gira por el
pasillo de la derecha”. Y cuelga. Supongo que acaba de hablar con su novia Marga.
Se queda inmóvil de nuevo, esperando. Sigue sin llamar a médicos o enfermeras. Solo
nosotros.
En los minutos siguientes vuelven los recuerdos: la
playa, partidos de fútbol y funciones de colegio sin mí, Luz y yo besándonos en
uno de nuestros aniversarios, mi hija Susana discutiendo conmigo, el primer día
de mi terapia, una comida con Marga y conmigo, las horas en el hospital, flores
venenosas, de nuevo en la playa correteando entre risas, los besos y la pasión de
los inicios del matrimonio… Sus recuerdos y los míos se entremezclan.
Unos golpecitos nerviosos en la puerta evaporan de
nuevo los recuerdos. Jaime levanta la cabeza con ojos vidriosos y rompe a
llorar desconsolado en cuanto ve a la mujer que entra por la puerta. El fuego
que transmite ella me deslumbra en contraste con el aura oscurecida de Jaime
(cosas que uno puede ver cuando está muerto). Tienen que pasar unos segundos
para que pueda verla con claridad. Entonces soy yo quien se siente asolado por
las emociones… Una mujer de unos 35 años, de pelo moreno y rizado, ojos verdes
y sonrisa dulce acaba de llegar. Es Susana. Por unos segundos creo estar viendo
a su madre, a mi Luz de nuevo junto a nosotros. Es su viva estampa.
Se funden en un abrazo preñado de emociones y regado
con lágrimas de Jaime. Es Susana quien parece estar en shock, se aferra a su
hermano como un autómata. Cuando se separan, Susana se acerca a mi cadáver y me
mira con asombro. Parece no reconocerme tras quince años de distancia. “Soy yo,
¡estoy aquí!”, grito desesperado. Pero no me oye, no puede. Ya nadie puede. “Me
habría gustado hablar con él, poder despedirme al menos. Que supiera que ya no
me importaba su conducta, que dejó de doler cuando comprendí su situación y aprendí
a canalizar mi rencor. Aunque nunca he conseguido perdonarle del todo.”
Jaime se rebela y le contesta con rabia contenida: “¿Qué
más da ya? Está muerto, ¿no lo ves? Vuestra guerra absurda me dejó en tierra de
nadie; sin madre, con un padre a medias y con una hermana alejada. El más débil
y el más perjudicado fui yo y ni siquiera os disteis cuenta. Siempre de apoyo y
de pacificador con ambos. Sin que nadie se preocupase de si eso me afectaba a
mí o no. Para vosotros, ni siento ni padezco. Y lo único importante era vuestra
guerra. Pero todo eso ha terminado. Él ha muerto, yo he hecho todo lo que he
podido por él y tú has llegado tarde. Mañana será el entierro. Después de eso,
puedes volver a tu vida perfecta en Cantabria y yo seguiré con la mía. Ahora que
ya le has visto, voy a llamar a las enfermeras.”
No sé qué hacer ni creo que sirva de nada, solo soy
un muerto. Veo salir a Jaime de la habitación mientras Susana se queda sola con
mi cuerpo. Llora en silencio, se acerca hasta la cama, me mira con rabia
contenida… “¡La culpa es tuya! Ese día deberías haber cogido tú el coche… Eras
tú quien tenía que encontrarse los frenos inutilizados, no mamá. Eliminarte de
nuestras vidas era el objetivo (me sobrabas, siempre mandando…) y solo conseguí
que te convirtieses en su centro. Desde entonces, tu sombra con todas aquellas
petardas me perseguía, sabiéndome culpable de ello. Yo maté a mamá… O fuiste
tú, que le dejaste coger el coche que la llevó a la muerte y luego pisaste su
recuerdo una y otra vez. Tuve que irme lejos para sacarte de mi vida, y aun así
no lo conseguí. Por suerte, la naturaleza lo ha solucionado por mí. Lástima que
a ti no pueda echarte al cantábrico, como al resto de mis víctimas…”.
Susana calla repentinamente, me da un beso y se
aparta de mí. Jaime ha vuelto con dos enfermeras y un médico, que certifican mi
muerte. Susana se ha apartado y lee un periódico de hace un par de días sentada
en una butaca, con cierto gesto intrigante, como mostrando orgullo: “El asesino
del cantábrico ha actuado de nuevo. Otro viudo ha aparecido muerto sobre las
rocas de una playa de Laredo”.
Conseguí que Susana me diera el último beso, en mi
final… El beso del final.
Este texto puede leerse también en el Periódico mexicano La Verdad: http://periodicolaverdad.mx/el-beso-del-final.html
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