No pienso nunca en el futuro
porque llega muy pronto.
ALBERT EINSTEIN
Queco empieza a repartir cartas en silencio sobre el tapete. Su aparente parsimonia y la expectación de los presentes dan un aire ritual a la situación (a pesar de la cara de fastidio de Miguel). Todos se han situado alrededor de la mesa, de pie, detrás del flamante tarotista y de la curiosa que pide conocer su futuro, y observan callados y con gesto grave el proceso.
Repartida la primera tirada de naipes sobre el
tapete, la expresión de Queco cambia radicalmente, presagiando malas noticias.
— ¿Qué has visto? ¿Algo malo? ¿Es en mi casa?
— Algo muy malo —Queco traga saliva con cierta
dificultad—.
Aquella era una mañana bastante tranquila en la
pastelería-cafetería “El Pastelito”. Apenas habían entrado cuatro o cinco
clientes, que, casi con aire despistado, compraron pasteles y dulces, pero que no
se quedaron en las mesas a devorar sus delicias, ese día preferían ejercer el
pecado de la gula en privado. Era como si algo les ahuyentase de allí, tal vez
su propio instinto. Sin embargo, los trabajadores no notaron nada diferente en
la rutina diaria y por ello el horno seguía funcionando, la última hornada de cupcakes estaba en marcha. Sabían que
muchas madres aprovechaban la salida del colegio de los niños para pasarse por
allí a comprar algún capricho para el postre de la comida. Algunas incluso solían
tomarse confianza y pedirles un dulce especial para una posible noche especial.
Tener un colegio en la calle de al lado tenía sus ventajas, sin duda.
Pero aún faltaba un rato para que los niños salieran
del colegio a las 13h (“cada vez tienen horarios más raros”, decía siempre
Sergio), y los pasteleros apenas tenían nada que hacer. Estaba todo limpio, los
aparadores con suficiente género y el horno controlado por el temporizador. Un
anciano con cara de pocos amigos acababa de salir con un merengue en las manos.
Era el mismo anciano que todos los días a media mañana iba a comprarse un
merengue. A veces se quedaba allí y lo degustaba con rapidez, casi con ansia,
mirando de vez en cuando alrededor para comprobar que nadie le observaba y que
nadie iba a molestarle. Otros días, sin embargo, compraba su merengue y salía
de allí con prisas, como esa mañana. Por eso ahora estaban solos en la
pastelería y tal vez por ello, los trabajadores y dueños del local, un equipo
de jóvenes amigos que decidieron un día unir fuerzas y darle una patada al
paro, charlaban entre risas.
— ¿Habéis leído esto? “Habitantes de Carro de Fuente aseguran que la casa consistorial está
habitada por fantasmas”—lee Sergio con voz de locutor de radio y una buena
dosis de sorna.
— ¿Pero aún hay gente que cree en esto? —pregunta Miguel con mala cara.
— ¿Pero aún hay gente que cree en esto? —pregunta Miguel con mala cara.
— Oye, no seas bicho, cada cual cree en lo que quiere.
Seguro que hay presencias vagando por allí —Karina siempre buscando fenómenos
paranormales—. ¿Tú qué opinas, Queco? Eras tú quien sabía leer las cartas,
¿verdad?
— Anda, déjate de bromas, que estas cosas hay que
tomárselas en serio— Queco intenta desviar el tema, le gusta muy poco hablar de
eso, sobre todo con incrédulos como Miguel rondando cerca.
— Yo quiero que me las leas, ¿podría ser? —la voz de Érika se adelanta a la de Karina—. ¿La baraja española te sirve? Creo recordar que hay una en el almacén.
— Yo quiero que me las leas, ¿podría ser? —la voz de Érika se adelanta a la de Karina—. ¿La baraja española te sirve? Creo recordar que hay una en el almacén.
Rey de copas, Labyrinth tarot, Luis Royo |
Queco parece nervioso mientras Érika busca la
baraja. Es un muchacho tímido, temeroso de lo que puede ver en las cartas;
nunca ha apreciado del todo su don como algo bueno, tal vez por las visiones
horrorosas de muertos atormentados desde su infancia. De cara redonda y pelo rizado, parece llevar
una permanente expresión de niño asustado en el rostro. Algo le mantiene
intranquilo, una intuición tal vez, o quizás sea esa voz que escucha a lo lejos
y que le reclama socorro. Si fuera otro su carácter, iría tras la barra y se
tomaría un chupito de algo fuerte para calmar los nervios; pero él sabe que lo
único que conseguiría sería un intenso dolor de estómago. Desiste y calma sus
nervios como puede. “Veremos con qué nos sorprenden las cartas”, se dice a sí
mismo.
Érika vuelve con una baraja española y un tapete de
fieltro verde, lo coloca en una de las mesas y le ofrece las cartas a Queco.
Ambos toman asiento y Queco empieza a barajar. Luego le pide a Érika que baraje
y corte, y que no le dé ninguna información acerca de lo que quiere saber, sólo
que lo tenga en la mente mientras maneja las cartas.
Queco empieza a repartir cartas en silencio sobre el
tapete. Su aparente parsimonia y la expectación de los presentes dan un aire
ritual a la situación (a pesar de la cara de fastidio de Miguel). Todos se han
situado alrededor de la mesa, de pie, detrás del flamante tarotista y de la
curiosa que pide conocer su futuro, y observan callados y con gesto grave el
proceso.
Repartida la primera tirada de naipes sobre el
tapete, la expresión de Queco cambia radicalmente, presagiando malas noticias.
— ¿Qué has visto? ¿Algo malo? ¿Es en mi casa?
— Algo muy malo —Queco traga saliva con cierta
dificultad—.
Miguel se burla de ellos, “Sois unos tarados y unos frikis”. Érika intenta defenderse y
entonces él monta en cólera “¿Cómo podéis creer en todas esas supersticiones
baratas?” y se va de la pastelería, dando un sonoro portazo. Es la pelirroja Karina
quien retoma la situación y les anima a serenarse y a trabajar un poco, está
entrando por la puerta un grupo de turistas japoneses, “Venga chicos, son las
11.30h y vienen clientes. El mal rollo para otros, nosotros a lo dulce, que es
lo nuestro” —guiña un ojo por aquí y reparte un par de sonrisas por allá y todo
vuelve a su cauce poco a poco.
LAS
12h. KARINA
Vaya con los japoneses, ¡qué ansia de azúcar! Han
arrasado con las magdalenas, los pastelitos de boniato y las figuritas de
mazapán. Menos mal que, una vez todos servidos, se han sentado y están comiendo
con cara de felicidad y charlando sin problemas.
Y parece que entran más clientes. “Buen…” ¿Pero esto
qué es? ¿¡Cinco tipos encapuchados!?
Bang!, bang!,
bang!, bang!
Oooh, ¡joder! Están disparando. ¡Me han disparado! Mierda, estoy herida en el suelo y Sergio
acaba de caer a mi lado. También le han disparado y no se mueve. Apenas abre
los ojos y me mira con desconcierto, pero no puede hacer más, le han jodido
pero bien. ¿Esto va en serio?
El tembleque. Tembleque, tembleque… Me tiembla todo, no soy capaz de controlar mi
cuerpo. Cómo me gustaría haberle hecho caso a mi chico y haberme cogido hoy el
día libre. Se pondrá histérico cuando se entere de esto, pero me tendrá que
malcriar mientras me esté recuperando, ¿no? Porque espero salir de ésta…
Y también dos japoneses en el suelo, tiroteados.
¿Pero qué mierda quieren estos tipos?
Chií-ya. Atá kuyi kaaaa!!!
Joder, la que van a liar los guiris. “¡Cerrad la
boca!”, pero no me oyen o tal vez ni siquiera me entienden.
“Sayonara
capullos”… bang! Japonés muerto. Bang! Japonés muerto. Mierda, vienen hacia
aquí. No quiero morir, no quiero morir. Aún me quedan mil cosas por hacer.
Dios, si existes, no me jodas y que le dé un infarto a estos cabrones. Bang!
Sergio… ¡nooo!
Bang!! Y todo se vuelve silencio negro.
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